JULIÁN
Apuró sus últimos pasos, ansioso por llegar. Su amigo lo esperaría con el mate cocido.
Le extrañó no ver ninguna fumarola que le mostrara la presencia de Francisco.
Se sorprendió. El lugar estaba en desorden: la mesa y un banco volteados, y sobras de comida esparcidas por el suelo daban muestras de que alguien había pasado por allí. No se asustó, tampoco quiso preocuparse. Dejó la mochila en un rincón del refugio y se dispuso a encender fuego. No lo lograba. Sus fósforos se habían humedecido, y las ramas que había encontrado estaban verdes. Buscó fósforos secos en la pequeña mesada de la improvisada cocina, pero sólo encontró restos quemados.
Se venía la noche. Estaba cansado. La caminata había sido de muchas horas, y necesitaba beber algo caliente. Se frotaba las manos, el rocío helado se colaba entre las chapas del techo. Insistía con el intento de hacer la fogata. La ansiedad por la ausencia de su compañero comenzaba a invadirlo. Sólo tenía el silencio del bosque.
Comió unas galletas con un trozo de queso, que acompañó con el agua helada de su cantimplora. Recorrió el lugar con la pálida luz de su linterna, buscando alguna señal que le demostrara que su amigo había estado allí. En el desorden reinante, alcanzó a ver una zona mojada sobre el piso de tierra. El líquido derramado le indicó que, efectivamente, alguien había pasado por el lugar hacía poco tiempo. Una intuición desconocida lo llevó a tocar la mancha, a oler la tierra. Los dedos se le crisparon, la impresión se le mezcló con una sensación de asco. Era sangre.
Alarmado, salió del refugio e hizo tres pitadas con su silbato. No recibió respuesta al pedido de ayuda. Le quedaba esperar que amaneciera. El frío lo obligó a entrar nuevamente y a meterse en la bolsa de dormir. Procuró mantenerse despierto, pero el calor producido por el duvet lo relajó, durmiéndose.
Apuró sus últimos pasos, ansioso por llegar. Su amigo lo esperaría con el mate cocido.
Le extrañó no ver ninguna fumarola que le mostrara la presencia de Francisco.
Se sorprendió. El lugar estaba en desorden: la mesa y un banco volteados, y sobras de comida esparcidas por el suelo daban muestras de que alguien había pasado por allí. No se asustó, tampoco quiso preocuparse. Dejó la mochila en un rincón del refugio y se dispuso a encender fuego. No lo lograba. Sus fósforos se habían humedecido, y las ramas que había encontrado estaban verdes. Buscó fósforos secos en la pequeña mesada de la improvisada cocina, pero sólo encontró restos quemados.
Se venía la noche. Estaba cansado. La caminata había sido de muchas horas, y necesitaba beber algo caliente. Se frotaba las manos, el rocío helado se colaba entre las chapas del techo. Insistía con el intento de hacer la fogata. La ansiedad por la ausencia de su compañero comenzaba a invadirlo. Sólo tenía el silencio del bosque.
Comió unas galletas con un trozo de queso, que acompañó con el agua helada de su cantimplora. Recorrió el lugar con la pálida luz de su linterna, buscando alguna señal que le demostrara que su amigo había estado allí. En el desorden reinante, alcanzó a ver una zona mojada sobre el piso de tierra. El líquido derramado le indicó que, efectivamente, alguien había pasado por el lugar hacía poco tiempo. Una intuición desconocida lo llevó a tocar la mancha, a oler la tierra. Los dedos se le crisparon, la impresión se le mezcló con una sensación de asco. Era sangre.
Alarmado, salió del refugio e hizo tres pitadas con su silbato. No recibió respuesta al pedido de ayuda. Le quedaba esperar que amaneciera. El frío lo obligó a entrar nuevamente y a meterse en la bolsa de dormir. Procuró mantenerse despierto, pero el calor producido por el duvet lo relajó, durmiéndose.
Un ruido extraño lo sobresaltó. Sintió que algo se movía afuera, algo husmeaba los troncos que hacían de pared. Tanteó su mochila y agarró la navaja. Se quedó inmóvil. No tenía noción del tiempo. Gritó llamando a su amigo, pero otra vez el silencio nocturno fue la respuesta.
No pudo volver a conciliar el sueño. Cuando empezó a clarear, apresurado salió de la bolsa de dormir y pretendió poner en orden su cabeza. Esquivaba la mancha en el suelo. Juntó sus cosas y corrió hasta la picada para bajar al pueblo a pedir ayuda. Fue directo al destacamento policial.
No pudo volver a conciliar el sueño. Cuando empezó a clarear, apresurado salió de la bolsa de dormir y pretendió poner en orden su cabeza. Esquivaba la mancha en el suelo. Juntó sus cosas y corrió hasta la picada para bajar al pueblo a pedir ayuda. Fue directo al destacamento policial.
En ese momento, el personal comentaba las andanzas de un puma en la zona…