FUERA
DE CIRCUITO
Andaba
sin rumbo determinado. Había llegado esa tarde a la ciudad, como turista. Tenía una rara sensación de añoranza por la
ingenuidad de la infancia y una clara conciencia prejuiciada de su madurez. Los
bosques de Palermo, en Buenos Aires, le hicieron pensar dónde estaba ese lobo
de sus tiempos de inocencia, agazapado hasta hoy, con los miedos reflejados en
los adultos ataques de pánico que sufría a menudo.
Casualmente
había descubierto la escultura de Caperucita Roja y el lobo.
¡Oh…
Salvador! Salvador do Bahía, con tu Pelourinhio y tu aroma de Dendé… ¡¿Quién te
quita esa vena morena y turística?!
Recorría
las piedras de la playa y le salió al encuentro el hombre harapiento, despojo
olvidado por la humanidad, pero tal vez protegido por Iemanjá. La miró con ojos
rojos de humo y enfermedad. Sólo dijo: “Usted es turista y vive ahí arriba,
verdad?”. Mientras que con su mano señalaba el edificio enclavado en la roca,
sobre su cabeza. Y continuó: “Yo nací aquí y vivo debajo suyo, dentro de esta
gruta…”, Su refugio era la caverna oculta del gran peñasco que sostiene al Hotel Bahía
Othon.
Se
cruzaron las miradas y, minutos más tarde, en la recepción del hotel se cancelaba
el resto de una reserva. La pasajera volvía a su lugar de origen.
Y
los caminos guardan sus misterios. El viandante, distraído, alcanzó a ver la
minúscula figura al borde de la carretera azteca, que lo llevaba hacia
Acapulco, donde lo esperaban para una cena de gala. La rapidez del encuentro lo
sorprendió. Se aceleró el pulso, se confundió el itinerario. La naturaleza
ancestral le reveló bruscamente cómo viene eslabonada con el hombre, el niño
con las crías, y a ambos los une el hambre milenario. Sólo fue ver al chiquillo
aborigen ofreciendo un pequeño ejemplar de iguana, sostenido por la cabeza.
Esperaba paciente, tal vez ese día lograra vender su trofeo diario, que le daría
para comer.
Mientras
tanto, alguien no llegaría a la velada. Una llamada por teléfono celular
cancelaba la asistencia por seria indisposición física del agasajado.
Pero
todo es muy fugaz, como un maitín o un canto gregoriano en el tumulto turístico
de un Baptisterio. Y la gracia cósmica lo lleva a uno a ver al monje pedir
silencio. Bate sus palmas para lograrlo. Los visitantes enmudecen,
desconcertados, y la voz del religioso invade Pisa. La pila bautismal ejerce de
escenario y la acústica involucra. Flotar, todo se vuelve celestial y ya
desaparece el gentío, ya no se registra. Sólo luz vitral y sonido. Todo es
mágico. Fuera de programa, tan casual, inesperado, como efímero. Sólo atrapado
en el alma.
Cuando
llegó al hotel se dio cuenta de que no había registrado nada, ni con su cámara
fotográfica ni con su filmadora. Y se sintió agradecido, estaba pleno.
La
libertad quedó atrapada en las cadenas de la conciencia. Manhattan y su entorno
perdieron el sabor de la gran manzana porque el mordisco fue cruel. Allí
estaba, la descubrió en el muelle frente a la Estatua de la Libertad. La
encontró mutilada, caminando con un muñón y arrastraba un ala. “Seguramente
Picasso estaría atormentado al verla”, pensó.
La
lancha que cruzaría el canal para llegar al emblemático símbolo esperaba por un
pasajero que no llegó. En la boletería se había devuelto un pasaje. Imposible
ascender hasta la antorcha.
Muchas
veces la música queda columpiándose en los huesos, en las entrañas. Y
pareciera que esa energía va por las
rutas acertadas para el próximo encuentro. No debe haber sido casual. Esta vez
era en Montecassino. El Abad efectuaba una ceremonia junto a algunos monjes. La
atmósfera lo exigía, desde el fondo de la abadía se oyeron los acordes y luego
las voces. No era necesario verlos. No se los veía. En tal ocasión: el coro
monacal siguió al órgano y todo se transformó. Místico, el cántico era regalado
como ofrenda de agradecimiento. Fuera de circuito. Sin programa previo.
Coincidencia misteriosa. Éxtasis.
Y la niñita preguntó: ¿mami, esos son los
angelitos que cantan… o pusieron un C.D.?
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