EL TORRERO
Desde hacía años,
Antonino era “el torrero”, como lo llamaban en el pueblo.
Ser torrero era la
tradición familiar, ya que su abuelo y luego su padre habían sido cuidadores y
vigías en el faro del peñón en la punta de la península.
Era una familia de
navegantes. Habían logrado, por experiencia, quedarse a la orilla del mar, y aunque
Antonino no era Capitán, igualmente heredó la custodia del antiguo faro.
La vida en el mismo
era dura y solitaria. Sus antecesores no se habían casado, ni formado familia
hasta la jubilación. Esta se lograba con pocos años de servicio y a una edad
muy joven, puesto que el trabajo era sacrificado, y se compensaba de esa
manera.
Pero Antonino, a
sabiendas de las circunstancias, había logrado hacerse de una novia, en aquel
pueblo costero. La veía dos veces a la semana, unas pocas horas durante la
mañana, ya que pasaba su vida en la torre del faro.
Cuando habían
transcurrido varios meses de noviazgo, solicitó casarse con Adelina, para poder
tenerla todo el tiempo con él.
El faro les
proporcionaba una pequeña habitación, que servía de dormitorio y cocina. El
baño estaba afuera. Adelina no se sentiría sola pues las tareas en su nuevo y
minúsculo hogar, serían novedosas y variadas.
Limpiar, cocinar,
ayudar a su marido en el mantenimiento de pintura, aprender las normas y
señales en el encendido de la lámpara en el anochecer, harían sus días
entretenidos.
Al principio, los
francos eran tomados con rigurosa puntualidad, para volver al pueblo y visitar
amigos y familias. Pero con los meses, estas licencias se fueron espaciando, y
llegó el momento en que Antonino ya no quería caminar hasta el villorrio.
Un día,
desconsolado, llegó a casa de sus suegros con la terrible noticia. El mar se
había llevado a Adelina. Gritándoles les decía: “ella salió a pescar después
del almuerzo, y el bote fue arrastrado contra los riscos, con tal fuerza que
destruyó la embarcación. Y el cuerpo fue tragado por el imponente oleaje”. Antonino
contó que todos sus esfuerzos habían sido inútiles para encontrar a su esposa.
La investigación
inmediata no logró esclarecer la repentina desaparición de la mujer. Y el
hombre no pude ser imputado, por falta de pruebas en su contra.
El sufrimiento
invadió el ambiente, pero superado el dolor, Antonino comenzó a relacionarse
otra vez con la gente del bar, al costado de la plaza. Y paso a paso, también a
agasajar a una nueva amiga, que se convertiría en su nueva novia, y luego su
nueva esposa. Todo iba normalmente, él estaba viudo y aún joven. Lo lógico era
que rehiciera su vida.
Virginia empezó a
frecuentar aquel solitario paraje, a la orilla del mar, sobre el gran
acantilado. Sitio misterioso y romántico a la vez.
La relación se
afianzaba y los planes se consolidaban. Virginia quería tener un hijo, y eso muy
pronto definió que se quedara con su hombre, en ese pequeño refugio.
Y la historia
parecía repetirse, aunque Virginia no lo había registrado.
Pasó la primavera y
luego el verano, y las visitas al pueblo empezaron a espaciarse otra vez.
En esta oportunidad
la razón era el embarazo de Virginia y el duro invierno, que sugería que mejor
era quedarse en la torre, protegidos del frío y del viento. Por cierto, falso
embarazo que Antonino había inventado en su última ida, solo, al vecindario, y en
las charlas en el bar que sus amigos escuchaban distraídos, en cada relato.
Al noveno mes,
Virginia aún no había efectuado ningún control de su preñez. La familia
insistía al futuro padre sobre lo irregular de la situación, pero Antonino no
daba importancia. Solo respondía que su esposa estaba bien, que no necesitaba
de ningún médico.
Llegado el día del
parto, Antonino corrió a casa de su madre avisando que habían tenido un
accidente en la escalera que va a la lámpara, y Virginia, con el golpe, había fallecido.
La justificación de la rápida sepultura, esta vez no conformó ni a parientes ni
a amigos. Él solo exclamaba que lo había hecho por desesperación, que así,
junto al faro la recordaría siempre.
Todos quisieron ir
hasta el faro. Pero la policía cerró el camino. Había cosas por aclarar y el
lugar debería permanecer intangible hasta resolverse el cúmulo de dudas.
Antonino, en esta
oportunidad no pudo regresar al faro, permaneció incomunicado en el único
calabozo de la comisaría.
El Jefe de Policía,
acompañado del Juez de Paz como testigo, ingresó a la torre. Subieron los pocos
escalones hasta la habitación. El cuadro fue macabro. El desorden reinante
impedía caminar, tal vez indicios de una pelea conyugal. La falta de higiene
demostraba inactividad, desidia, abandono. El tóxico y pavoroso ambiente
contaminaba el aire fétido y lo hacía irrespirable. Los dudosos restos de
comida alimentaban ratas y cucarachas.
Las náuseas dieron
vuelta hasta los vómitos a los hombres. Todo seguía descomponiendo a los dos
testigos involuntarios, que solo atinaron a cerrar nuevamente el lugar y huir
por el camino de regreso. Las espeluznantes imágenes serían imborrables…
El testimonio
originó la sentencia: el detenido sería trasladado y juzgado en la capital de
la provincia, con cárcel perpetua por asesinato seguido de antropofagia.
NORMA DUS
r.p.i. n° 5998345/18
1 comentario:
Impactante relato!!!!! Como todos tus cuentos... nunca se sospecha el final hasta que llega...
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